¿Cómo será la Doctrina          Obama?
Por          Greg Grandin *.
Busca en Google “desatención,” “Washington,” y          “Latinoamérica,” y serás llevado a miles de llamados desgarradores de          políticos y expertos para que Washington “preste más atención” a la          región. Es verdad que Richard Nixon dijo una vez que “a la gente le          importa un carajo” el lugar. Y su Consejero de Seguridad Nacional, Henry          Kissinger, dijo sarcásticamente que Latinoamérica es un “puñal que          apunta al corazón de la Antártica.” Pero Kissinger también hizo el mismo          chiste sobre Chile, Argentina, y Nueva Zelanda – y, de los tres países,          sólo el último no sufrió asesinatos políticos generalizados como          resultado de sus políticas, un alto precio que pagar por un lugar          supuestamente tan insignificante.
Latinoamérica, en los hechos,          ha sido indispensable para la evolución de la diplomacia de EE.UU. Se          refieren a menudo a la región como “patio trasero” de EE.UU., pero una          metáfora mejor sería “reserva estratégica” de Washington, el sitio donde          coaliciones ascendentes de política exterior se reagrupan y alteran los          contornos del poder de EE.UU., después de momentos de crisis          global.
Cuando la Gran Depresión tuvo a EE.UU. al borde del          abismo, por ejemplo, los diplomáticos del Nuevo Trato elaboraron en          Latinoamérica los fundamentos del multilateralismo liberal, un marco          diplomático que Washington llegaría a introducir con mucho éxito en          otros sitios después de la Segunda Guerra Mundial.
En los años          ochenta, la primera generación de neoconservadores se dirigió a          Latinoamérica para materializar sus fantasías de “retroceso” – no sólo          contra el comunismo, sino contra una política exterior multilateralista          tambaleante. Fue en gran parte en una Centroamérica agitada por          insurgencias izquierdistas donde la Nueva Derecha desarrolló por primera          vez los principios fundacionales de lo que, después del 11-S, llegó a          ser conocido como la Doctrina Bush: el derecho a librar la guerra          unilateralmente en términos altamente moralistas.
Una vez más nos          encontramos ante encrucijadas históricas. Un poder menguante – esta vez          causado, en parte, por una sobre-extensión militar – enfrenta a una          Latinoamérica movilizada; y, ante un cambio de régimen en EE.UU., con la          coalición neoconservadora de George W. Bush en ruinas después de ocho          años de gobierno desastroso, los pretendientes a responsables políticos          vuelven a mirar hacia el sur.
Adiós a todo eso
“La era de EE.UU. como          influencia dominante en Latinoamérica ha pasado,” dice el Consejo de          Relaciones Exteriores [CFR, por sus siglas en inglés], en un nuevo          informe repleto de sugerencias políticas sobrias sobre maneras como          EE.UU. puede recobrar su influencia decreciente en una región que desde          hace tiempo pretende que es suya.
Latinoamérica es gobernada          actualmente en su mayor parte por gobiernos de izquierda o de          centroizquierda que difieren en política y estilo – desde el populismo          de Hugo Chávez en Venezuela al reformismo de Luiz Inácio Lula da Silva          en Brasil y Michelle Bachelet en Chile. Pero todos comparten un objetivo          común: hacer valer más autonomía de EE.UU.
Los latinoamericanos          atraen ahora inversiones de China, abren mercados en Europa, discrepan          de la Guerra contra el Terror de Bush, estancan el Acuerdo de Libre          Comercio de las Américas, y marginan al Fondo Monetario Internacional          que, durante las últimas décadas, ha servido de estratagema a Wall          Street y al Departamento del Tesoro.
Y eligen a presidentes como          Rafael Correa en Ecuador, quien recientemente anunció que su gobierno no          renovará el acuerdo para la Base Aérea Manta, la base militar más          destacada de EE.UU. en Sudamérica. Correa había sugerido anteriormente          que, si Ecuador podía establecer su propia base en Florida, consideraría          la extensión del acuerdo. Cuando Washington respingó, Correa ofreció          Manta para una concesión china, sugiriendo que la pista aérea podría ser          convertida en una “puerta a Latinoamérica de China.”
En el          pasado, una desfachatez semejante habría sido considerada como una clara          violación de la Doctrina Monroe, proclamada en 1823 por el presidente          James Monroe, quien declaró que Washington no permitiría que Europa          volviera a colonizar ninguna parte de las Américas. En 1904, Theodore          Roosevelt actualizó la doctrina para justificar una serie de invasiones          y ocupaciones en el Caribe. Y los presidentes Dwight Eisenhower y Ronald          Reagan la invocaron para validar golpes y otras operaciones clandestinas          de la CIA durante la Guerra Fría.
Pero las cosas han cambiado.          “Washington no puede perder a Latinoamérica,” dice el informe del CFR,          “ni Washington tiene que salvarla.” La Doctrina Monroe, declara, es          “obsoleta.”
Buenas noticias para Latinoamérica, se podría pensar.          Pero la última vez que alguien del CFR, que desde su fundación en 1921          ha representado la opinión dominante en política extranjera, declaró          difunta la Doctrina Monroe, el resultado fue genocidio.
Llegan los círculos          dominantes liberales
Tuvo que ser Sol          Linowitz quien dijo, en 1975, como presidente de la Comisión de          Relaciones entre EE.UU. y Latinoamérica, que la Doctrina Monroe era          “inapropiada e irrelevante ante las realidades cambiadas y las          tendencias del futuro.”
La poco recordada Comisión Linowitz          estaba compuesta de respetados académicos y empresarios de lo que era          llamado en aquel entonces el “establishment liberal.” Sólo fue una parte          de un intento más amplio de la elite de la política exterior de EE.UU.          de responder a las crisis sucesivas de los años setenta – la derrota en          Vietnam, el creciente nacionalismo en el tercer mundo, la competencia          asiática y europea, los precios de la energía en rápido aumento, la          caída del dólar, el escándalo Watergate, y el disenso en el interior.          Enfrentado a un abrupto colapso de la legitimidad global de EE.UU., el          CFR, junto con otros ‘think-tanks’ de la línea dominante como el          Brookings Institute y la recién formada Comisión Trilateral, presentó          una serie de propuestas que podrían contribuir a que EE.UU. estabilizara          su autoridad, mientras permitía “una evolución sin problemas y pacífica          del sistema global.”
Existía un consenso generalizado entre los          intelectuales y los dirigentes corporativos afiliados a esas          instituciones de que el tipo de fervor anticomunista que había llevado a          EE.UU. al desastre en Vietnam debía ser controlado, y que había que          elaborar “nuevas formas de gestión común” entre Washington, Europa, y          Japón. Propugnadores de un orden mundial más tranquilo venían del mismo          bloque corporativo que respaldaba al Partido Demócrata y al ala          Rockefeller del Partido Republicano.
Esperaban que una          normalización de la política global detuviera, si no invirtiera, la          erosión de la posición económica de EE.UU. La desescalada militar          liberaría ingresos públicos para inversiones productivas, mientras hacía          frente a presiones inflacionarias (que asustaban a los gerentes de          valores de los bancos multinacionales). Relaciones mejoradas con el          bloque comunista abrirían la URSS, Europa Oriental, y China, al comercio          y a la inversión. Existía también un acuerdo general en que Washington          debería dejar de ver al socialismo del Tercer Mundo a través del prisma          del conflicto de la Guerra Fría con la Unión Soviética.
En ese          momento, a través de toda Latinoamérica, los izquierdistas y los          nacionalistas exigían, como lo hacen ahora, una distribución más          equitativa de la riqueza global. A fin de que no se extendiera la          radicalización, el director ejecutivo de la Comisión Trilateral, Zbignew          Brzezinski, quien pronto sería consejero de seguridad nacional del          presidente Jimmy Carter, argumentó que sería “sabio que EE.UU. hiciera          un acto explícito de abandono de la Doctrina Monroe.” La Comisión          Linowitz estuvo de acuerdo y presentó una serie de recomendaciones con          ese fin – incluyendo la devolución del Canal de Panamá a Panamá y una          disminución de la ayuda militar de EE.UU. a la región – que definirían          en gran parte la política latinoamericana de Carter.
Mutis del establishment          liberal
Por          cierto, no fue el liberalismo corporativo sino más bien un militarismo          resurgente y revanchista de la derecha lo que finalmente ofreció la          solución más coherente y, durante un cierto tiempo, exitosa a las crisis          de los años setenta.
Uniendo a una coalición creciente de          anticomunistas de la vieja escuela, partidarios del orden público, de          neoconservadores de la primera generación, y de evangélicos          recientemente fortalecidos, la Nueva Derecha organizó un conjunto en          metástasis permanente de comités, fundaciones, institutos y revistas que          se concentró en temas específicos – las negociaciones de desarme nuclear          SALT II, el Tratado del Canal de Panamá, y el propuesto sistema de          misiles MX, así como la política de EE.UU. en Cuba, Sudáfrica, Rodesia,          Israel, Taiwán, Afganistán, y Centroamérica. Todos estaban ampliamente          comprometidos con el desquite por la derrota en Vietnam (y la “puñalada          por la espalda” de los medios liberales y del público en el interior).          También se proponían restaurar un propósito ético a la diplomacia          estadounidense.
Como lo habían hecho los liberales corporativos,          ahora los intelectuales conservadores miraron hacia Latinoamérica para          poner a punto sus ideas. La embajadora del presidente Ronald Reagan ante          la ONU, Jeane Kirkpatrick, por ejemplo, se concentró sobre todo en          Latinoamérica al presentar los principios fundacionales del pensamiento          neoconservador moderno. Fue particularmente dura con Linowitz, quien,          dijo, representaba el “espíritu internacionalista desinteresado” del          “apaciguamiento” – una palabra que vuelve a sonar entre nosotros. Su          informe, insistió, significaba “abandonar la perspectiva estratégica que          había conformado la política de EE.UU. desde la Doctrina Monroe hasta          antes del gobierno de Carter, al centro de la cual había una concepción          del interés nacional y una creencia en la legitimidad moral de la          defensa.”
Al principio Brookings, el CFR, y la Comisión          Trilateral, así como la Mesa Redonda Empresarial, fundada en 1972 por la          flor y nata de los directores ejecutivos, se opusieron al impulso por          remilitarizar la sociedad estadounidense, pero, a fines de los años          setenta, se hizo evidente que la “normalización” no había logrado          resolver la crisis económica global. Europa y Japón no se preocupaban de          estabilizar el dólar, y las economías de Europa Oriental, la URSS, y          China, eran demasiado anémicas para absorber suficientes cantidades de          capital estadounidense o servir de socios comerciales lucrativos.          Durante todos los años setenta, firmas financieras como el Chase          Manhattan Bank de los Rockefeller se vieron inundadas de petrodólares          depositados por Arabia Saudí, Irán, Venezuela, y otras naciones          exportadoras de petróleo. Tenían que hacer algo con todo ese dinero,          pero la economía de EE.UU. seguía lenta, y gran parte del Tercer Mundo          era zona prohibida.
Por lo tanto, después de la victoria          presidencial de Ronald Reagan en 1980, los responsables políticos e          intelectuales de la línea dominante, muchos de ellos auto-descritos como          liberales, llegaron a respaldar cada vez más la agenda interior y          exterior de la Revolución de Reagan: vaciar el Estado de bienestar,          aumentar los gastos de defensa, abrir el Tercer Mundo al capital de          EE.UU. y acelerar la Guerra Fría.
Una década después que la          Comisión Linowitz proclamara que la Doctrina Monroe ya no era viable,          Ronald Reagan la invocó para justificar el patrocinio de su gobierno          para asesinos anticomunistas en Nicaragua, Guatemala y El Salvador. Unos          pocos años después que Jimmy Carter anunciara que EE.UU. se había          “liberado de ese desmedido temor del comunismo,” Reagan citó a John F.          Kennedy diciendo que: “la dominación comunista en este hemisferio no          será jamás negociada.”
Reagan patrocinó ilegalmente a los Contras          – los asesinos a los que saludó como “el equivalente moral de los padres          fundadores de EE.UU.” y los envió a desestabilizar el gobierno          sandinista de Nicaragua, su gobierno financió escuadrones de la muerte          en El Salvador y Guatemala, y unió, por primera vez, a los dos          electorados principales de la Nueva Derecha. Los neoconservadores dieron          a la resurrección por Reagan de la presidencia imperial la justificación          legal e intelectual, mientras la derecha religiosa respaldaba el nuevo          militarismo con energía proveniente de la base.
Esta asociación          fue erigida primero – tal como ha continuado más recientemente en Iraq –          sobre una montaña de cadáveres mutilados: 40.000 nicaragüenses y 70.000          salvadoreños asesinados por aliados de EE.UU.; 200.000 guatemaltecos,          muchos de ellos campesinos mayas, sacrificados en una campaña de tierras          arrasadas que la ONU decidió que fue genocida.
El fin de las ‘vacaciones          de la historia’ de los neoconservadores
El reciente informe          del CFR sobre Latinoamérica, que llega precisamente en otro momento de          decadencia imperial, parece indicar una vez más un nuevo consenso          emergente, similar en tono al de los años setenta, después de Vietnam.          En cada dimensión aparte de la militar, argumenta el editor de Newsweek,          Fareed Zacharia,
en su nuevo libro: “The Post-American World”:          “la distribución del poder está cambiando, alejándose de la dominación          estadounidense.” (Qué importa que, hace sólo cinco años, en la víspera          de la invasión de Iraq, haya insistido en lo exactamente contrario – que          ahora vivimos en un “mundo unipolar” en el que la posición de EE.UU.          era, y seguiría siendo, “sin precedente.”)
Para usar una frase de          su propio léxico, las “vacaciones de la historia” de los          neoconservadores han terminado. El fiasco en Iraq, la caída del valor          del dólar, el ascenso de India y China como nuevas potencias          industriales y comerciales, y de Rusia como superpotencia energética, el          fracaso en el intento de afianzar Oriente Próximo, precios del petróleo          y del gas en vertiginoso aumento (así como precios que se disparan para          otras materias primas esenciales y alimentos básicos), y la          consolidación de una Europa próspera, han llevado a que se derrumben sus          sueños de supremacía global.
Barack Obama es obviamente el          candidato mejor colocado para alejar a EE.UU. del borde de la          irrelevancia. Aunque nadie que espere un puesto en la Casa Blanca lo          diría en términos tan derrotistas, la tarea histórica del próximo          presidente no será ganar la Guerra Global contra el Terror del actual          presidente, sino negociar el reingreso de EE.UU. a la comunidad de          naciones.
Parag Khanna, un asesor de Obama, argumentó          recientemente que, al maximizar su ventaja cultural y tecnológica,          EE.UU. puede, con un poco de suerte, asegurarse tal vez una posición          como tercer socio en un nuevo orden tripartita global en el que Europa y          Asia tendrían acciones por partes iguales, un eco diferente de la          posición trilateralista de los años setenta. (Olvidad esas analogías con          Munich, si el electorado de EE.UU. fuera más culto en lo histórico, los          republicanos sacarían más provecho al calificar a Obama, no de Neville          Chamberlain, sino de Fernando VII de Espala, o Clement Richard Attlee de          Gran Bretaña, cada uno de los cuales presidió sobre la decadencia          imperial de su país.
De modo que hay que preguntar: Si Obama gana          en noviembre y trata de implementar un despliegue más racional, menos          incandescente en lo ideológico del poder estadounidense – utilizando tal          vez a Latinoamérica como la escena para una nueva política - ¿provocaría          de nuevo el tipo de reacción nacionalista que purgó al rockefellerismo          del Partido Republicano, barrió a Jimmy Carter de la Casa Blanca, y armó          los escuadrones de la muerte en Centroamérica?
Ciertamente, ya          hay muchos febriles ‘think tanks’ conservadores, desde el Hudson          Institute a la Heritage Foundation, que doblarían las cruzadas de Bush          como un camino para salir del actual lío. Pero en los años setenta, la          Nueva Derecha estaba en ascenso; hoy en día, se descompone visiblemente.          Luego, podría cargar la responsabilidad por la profunda y prolongada          crisis que afectó a EE.UU. sobre las espaldas del “establishment,”          mientras ofrece soluciones – más acumulación de armas, un nuevo empuje          hacia el Tercer Mundo, y fundamentalismo de libre mercado – que          condujeron a gran parte de ese establishment a su órbita.
En la          actualidad, la derecha reconoce totalmente la actual crisis, junto con          su causa más inmediata, la Guerra de Iraq. Incluso si John McCain          lograra vencer por un pelo en noviembre, sería el equivalente funcional          no de Reagan, que encarnó un movimiento en marcha, sino de Jimmy Carter,          tratando desesperadamente de mantener unida una coalición          desgastada.
El sitio en el que es más evidente la decadencia de          la derecha como fuerza intelectual es en los arrebatos de cólera que          sufre frente a los progresos de la izquierda – o de China – en          Latinoamérica. La vitalidad segura de sí misma con la que Jeane          Kirkpatrick utilizó a Latinoamérica para inmovilizar al gobierno de          Carter ha sido reemplazada por los chillidos desesperados, de oropel, de          la desesperanza. “¿Quién perdió a Latinoamérica?” pregunta Frank Gaffney          del Centro para la Política de Seguridad – a casi cada persona que          encuentra. La región, dice, es ahora “un magneto para terroristas          islamistas y un caldo de cultivos para movimientos políticos hostiles...          El líder crucial es Chávez, el multimillonario dictador de Venezuela que          ha declarado una yihád latina contra EE.UU.”
Diplomacia que recurre a          “comillas que asustan”
Pero sólo el que sea          poco probable que la derecha despliegue de nuevo su bandera sobre          Latinoamérica no significa que la diplomacia hemisférica de EE.UU. vaya          a ser desmilitarizada. Después de todo, fue Bill Clinton, no George W.          Bush, quien, a pedido de Lockheed Martin, revocó una prohibición del          gobierno de Carter (basada en recomendaciones del informe de Linowitz)          sobre la venta de armamentos de alta tecnología a Latinoamérica. Eso,          por su parte, provocó una carrera armamentista imprudente y          despilfarradora en el Cono Sur. Y fue Clinton, no Bush, quien aumentó          dramáticamente la ayuda militar al asesino gobierno colombiano y a          mercenarias corporativas como Blackwater y Dyncorp, escalando aún más la          descaminada “guerra contra la droga” de EE.UU. en          Latinoamérica.
De hecho, una rápida comparación entre el informe          de Linowitz y el nuevo estudio del CFR sobre Latinoamérica suministra un          modo aleccionador para medir hasta qué punto el “establishment liberal”          ha pasado a la derecha durante las últimas tres décadas. El CFR aconseja          admirablemente a Washington que normalice relaciones con Cuba y colabore          con Venezuela, mientras minimiza la posibilidad de que “terroristas          islámicos” utilicen el área como escala – una antigua fantasía de los          neoconservadores. (Douglas Feith, ex subsecretario del Pentágono,          sugirió que, después del 11-S, EE.UU. postergara la invasión de          Afganistán y en lugar de hacerlo bombardeara Paraguay, que tiene una          gran comunidad chií, sólo para “sorprender” a la suní          al-Qaeda).
Sin embargo, en circunstancias que el informe Linowitz          provocó la ira de gente como Jeane Kirkpatrick al escribir que EE.UU. no          debiera tratar de “definir los límites de diversidad ideológica para          otras naciones” y que los latinoamericanos “son capaces de evaluar, y lo          harán, los méritos y desventajas del enfoque cubano,” el CFR es mucho          menos dispuesto a aceptar nuevas ideas. Insiste en presentar a Venezuela          como un problema que EE.UU. debe encarar – a pesar de que el gobierno en          Caracas es reconocido como legítimo por todos y es considerado como          aliado, incluso estrecho, por la mayoría de los países latinoamericanos.          Los latinoamericanos podrán “saber lo que es mejor para ellos mismos,”          como concede el nuevo informe, pero Washington sigue sabiéndolo mejor, y          por lo tanto debería respaldar temas de “justicia social” como un medio          para hacer que los venezolanos y otros latinoamericanos se aparten de          Chávez.
El que el informe del CFR coloque regularmente la          “justicia social” entre comillas que asustan sugiere que utiliza la          expresión sobre todo como un truco de mercadeo – algo como “Nueva          Coca-Cola” – que para indicar que los bancos y las corporaciones de          EE.UU. estén dispuestos a hacer concesiones sustanciales a los          nacionalistas latinoamericanos. Hace siete décadas, Franklin Roosevelt          apoyó el derecho de los países latinoamericanos a nacionalizar intereses          de EE.UU., incluyendo propiedades de Standard Oil en Bolivia y México,          diciendo que era hora de que otros en el hemisferio obtuvieran “su justa          parte.” Hace tres décadas, la Comisión Linowitz recomendó el          establecimiento de un “código de conducta” que definiera las          responsabilidades de compañías extranjeras en la región y que          reconociera el derecho de los gobiernos a nacionalizar industrias y          recursos.
El CFR, al contrario, desprecia los esfuerzos mucho más          limitados de Chávez de crear compañías conjuntas con las multinacionales          petroleras, y no ofrece nada a cambio excepto papilla para bebés. Su          recomendación central – orientada a cultivar a Brasil como una posible          ancla para un orden hemisférico pos-Bush, pos-Chávez – insta a abolir          subsidios y aranceles que protegen a la agroindustria estadounidense a          fin de promover una “Asociación de Biocombustible” con el colosal sector          agrícola de Brasil.
Sería un desastre medioambiental, que          llevaría grandes plantaciones mecanizadas cada vez más profundo dentro          de la cuenca del Amazonas, y no contribuiría en nada a generar puestos          de trabajo decentes o a distribuir la riqueza de un modo más          justo.
Dominado por representantes del sector financiero de la          economía de EE.UU., el Consejo recomienda poco que vaya más allá de          continuar con las fracasadas políticas corporativas de “libre comercio”          de los últimos veinte años – y, en este caso, las ‘comillas que asustan’          son justificadas porque lo que están propugnando es tan libre como sólo          puede ser la “justicia social” corporativa.
¿Una Doctrina          Obama?
Hasta          ahora Barack Obama promete poco que sea mejor. Hace unas pocas semanas,          viajó a Miami para pronunciar un importante discurso sobre Latinoamérica          ante la “Fundación Nacional Cubano Americana”. No se puede decir que          haya sido un sitio de reunión auspicioso para un discurso que prometía          “involucrar a la gente de la región con el respeto debido a un          socio.”
Seguramente sus prioridades para la participación humana          habrían sido diferentes si se hubiera dirigido no a los acaudalados          exiliados derechistas cubanos sino a un público, digamos, del tipo de          los inmigrantes latinos en Los Ángeles que han revitalizado el          movimiento laboral de EE.UU., o de familias centroamericanas en          Postville, Iowa, donde autoridades de inmigración y del Departamento de          Justicia realizaron recientemente una masiva redada en una planta          embaladora de carne, arrestando a unos 700 trabajadores indocumentados.          Obama pidió una reforma exhaustiva de la inmigración y prometió cumplir          con la agenda de las Cuatro Libertades de hace 68 años, de Franklin          Roosevelt, incluyendo la socialdemocrática “libertad de la necesidad.”          Pero pasó gran parte de su discurso satisfaciendo a su público          cubano.
Ignorando el consejo no exactamente radical del CFR, el          candidato prometió mantener el embargo contra Cuba. Y luego fue más          lejos. Sonando un poco como Frank Gaffney, casi acusó al gobierno de          Bush de “perder Latinoamérica” y de permitir que China, Europa y          “demagogos como Hugo Chávez” llenen “el vacío.” Incluso sacó a relucir          el espectro de la influencia iraní en la región, al señalar que “recién          el otro día Teherán y Caracas lanzaron un banco conjunto con sus          beneficios inesperados del petróleo.”
Sea cual sea la opinión que          uno tenga de Hugo Chávez, cualquier diplomacia que afirma que toma en          serio la opinión latinoamericana tiene que reconocer una cosa: La mayor          parte de los dirigentes de la región no sólo no lo ven como un          “problema,” sino se le han unido en importantes iniciativas económicas y          políticas como el Banco del Sur, una alternativa al Fondo Monetario          Internacional y la Unión de Naciones Sudamericanas, modelada según la          Unión Europea, establecida hace sólo dos semanas. Y cualquier presidente          de EE.UU. que sea sincero en su deseo de ayudar a los latinoamericanos a          librarse de la “necesidad” tendrá que trabajar con la izquierda          latinoamericana – en todas sus variedades.
Pero de aún más mal          agüero que la pose de Obama sobre Venezuela es su opinión sobre          Colombia. Los críticos han señalado hace tiempo que los miles de          millones de dólares suministrados a las fuerzas de seguridad colombianas          para derrotar a la insurgencia de las FARC y restringir la producción de          cocaína, cortarían las alas a un fin negociado de la guerra civil en ese          país y provocarían potencialmente su escalada a países andinos vecinos.          Es exactamente lo que sucedió en marzo pasado, cuando el presidente de          Colombia, Álvaro Uribe, ordenó el bombardeo de un campamento rebelde          situado en Ecuador (posiblemente con apoyo logístico de EE.UU.          suministrado desde la Base de la Fuerza Aérea en Manta, lo que da una          idea del motivo por el cual Correa quiere transferirla a China). Para          justificar el ataque, Uribe invocó explícitamente el derecho de acción          preventiva, unilateral, de la Doctrina Bush. Como reacción, Ecuador y          Venezuela comenzaron a movilizar tropas a lo largo de sus fronteras con          Colombia, llevando a la región al borde de la guerra.
Es muy          interesante que en ese conflicto, una abrumadora mayoría de países          latinoamericanos y caribeños se haya puesto de parte de Venezuela y          Ecuador, condenando categóricamente el ataque colombiano y reafirmando          la soberanía de las naciones individuales, reconocida por Franklin          Roosevelt hace mucho tiempo. No por Obama, sin embargo. Esencialmente          apoyó la campaña del gobierno de Bush por transformar las relaciones de          Colombia con sus vecinos andinos en algo como las que Israel tiene con          la mayor parte de Oriente Próximo. En su discurso de Miami, juró que          “apoyará el derecho de Colombia a atacar a terroristas que busquen          refugio al otro lado de sus fronteras.”
Es igualmente inquietante          la aprobación de Obama a la controvertida Iniciativa de Mérida, que          grupos de derechos humanos como Amnistía Internacional han condenado          como una aplicación de la “solución colombiana” a México y          Centroamérica, suministrando a sus militares y policías una masiva          infusión de dinero para combatir la droga y las pandillas. El crimen es          ciertamente un problema serio en esos países, y merece una atención          considerada. Es escalofriante, sin embargo, que se ponga a Colombia –          donde los escuadrones de la muerte han infiltrado todos los niveles del          gobierno, y donde activistas sindicales y políticos son asesinados          regularmente, - como modelo para otras partes de          Latinoamérica.
Obama, sin embargo, no sólo apoya la iniciativa,          quiere expandirla más allá de México y Centroamérica. “Debemos presionar          también más hacia el sur,” dijo en Miami.
Parece que una vez más,          como en los años setenta, los informes sobre la muerte de la Doctrina          Monroe son muy exagerados.
*          Greg Grandin enseña historia en la Universidad Nueva York. Es autor de          “Empire's Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of          the New Imperialism” y de “The Last Colonial Massacre: Latin America in          the Cold War.”
 
 
 
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